La historia mitrista –aun predominante en escuelas, medios de difusión, calles y plazas- nos habla de “un gran argentino que dio libertad a Chile y Perú”. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿era San Martín “un argentino”, si por tal entendemos, como lo quiere la historia oficial, un hombre blanco, “civilizado”, ajeno a la América morena? Si tenemos presente el medio cultural en que nació y vivió sus primeros cuatro años (1777-1781) estaba marcado por la cultura guaranítica, lo cual le da un perfil más bien paraguayo.
Si, por otro lado, observamos su hogar, la mayor parte de su infancia, su adolescencia, su juventud, sus estudios y la primera novia, sus 30 batallas en Europa y sus veintidos años de vida militar en España era, más bien… un gallego. Así lo recuerda María Rosa Oliver, en sus memorias, reproduciendo un juicio de su tatarabuela: “El tío Pepe era un ordinario… Hablaba como un gallego”. ¡Y cómo iba a hablar si a los 34 años, había pasado 27 en España!
Un siglo atrás, sin los conocimientos de psicología y sociología de los cuales disponemos hoy, podía aceptarse la leyenda de este oficial del ejército español que un día –ya veterano de guerra- siente “el llamado de la selva misionera” y decide regresar a su país natal para pelear contra el mismo ejército en el cual ha llegado a teniente coronel. Esa tesis es hoy insostenible. ¿Por qué viene entonces San Martín, al Río de la Plata, en 1812?
En primer término, digamos que San Martín forma parte de esa España popular que se levanta contra el invasor francés, en 1808, constituyendo juntas democráticas, insuflada del liberalismo revolucionario de 1789. El pueblo español lucha por la soberanía pero también contra el viejo orden de escudos y blasones de la España reaccionaria. Allí pelea San Martín y cuando su causa está casi derrotada en la península, se traslada a América, para proseguir aquí la misma lucha contra el absolutismo, en la línea de la revolución de Mayo que no fue fundamentalmente separatista –como pretende Mitre- sino democrática, por el gobierno popular en lugar del Virrey, dejando la ruptura con España para decidirla según los acontecimientos (razón por la cual recién la declara en 1816).
Ese militar –que no podía ser antiespañol después de haber luchado 22 años bajo la bandera española- era, sí, enemigo de la España negra, monárquica, de la nobleza y la Inquisición, tanto allá como aquí y partidario de la revolución popular, aquí como allá, integrante de una vasta oleada revolucionaria que abarcó tanto a España como a América, entre 1808 y 1811.
Ese carácter de revolucionario hispanoamericano lo trae a San Martín al Plata y luego lo lleva a Chile, donde llega enarbolando una bandera que no es la argentina sino la del Ejército de los Andes, pues se trata de un ejército argentino–chileno, y después, a Perú, enarbolando bandera chilena. En ambos casos, procede como jefe de un ejército latinoamericano, del mismo carácter del que quería construir el Che, en Bolivia, cuando fue asesinado. Por eso, abominaba de quienes, como Rivadavia, se subordinaban al capital extranjero y denigraban a indios, negros y gauchos que eran “mis paisanos”, como él decía. Y cuyo apego a la libertad exalta en ese bando famoso propugnando “ser libres”, aunque tengamos que andar “en pelotas”. De ahí también su condena a quienes, por oponerse a Rosas, apoyaron la prepotencia de las escuadras francesa e inglesa, en el Río de la Plata.
Este es el San Martín verdadero, el que quería retar a duelo a Rivadavia, el que contradecía a Sarmiento respecto a Rosas, el amigo de Bolívar cuyo retrato tenía en su dormitorio, frente a su cama, para contemplarlo con afecto, el amigo del pueblo que se declaraba “enemigo de toda aristocracia” y del invasor extranjero, mientras redoblaba esfuerzos por la Unión de la América morena.
Ese auténtico San Martín –rescatado ahora del vaciamiento a que lo sometió Mitre- se incorpora hoy a nuestra lucha contra el Imperio, por la liberación y la unión de nuestros pueblos, así como también por la realización de las profundas transformaciones económicas y sociales que urgen.
Pero para que abandone la estatua de bronce y rompa las verjas que hoy cercan los monumentos es preciso concluir con una historia falsa, donde “los héroes” son los amigos del extranjero, despreciativos de nuestro pueblo y partidarios de la libre importación que es el ALCA que hoy nos amenaza. Hay, pues, que rever muchas “verdades consagradas” en el camino hacia las verdades populares que iluminarán necesariamente los tiempos por venir.
Buenos Aires, julio de 2003
NORBERTO GALASSO
Centro Cultural "E. S. Discépolo"
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