Al día siguiente la expedición partió rumbo a las islas Canarias, a las que llegaron el 9. Allí repararon las embarcaciones, recargaron provisiones y el 6 de septiembre volvieron a zarpar poniendo proa hacia lo desconocido.
Colón calculaba que deberían navegar unas 700 leguas (3.500 km.) más para llegar a las tierras del gran Kan (la China).
A principios de octubre muchos comenzaron a impacientarse y algunos propusieron regresar. Colón consultó con sus capitanes y Martín Alonso Pinzón propuso ahorcar a los que no quisieran seguir, diciendo que si no se animaba el almirante lo haría el mismo, “porque no había de volver atrás sin buenas nuevas”.
Durante la noche del 11 al 12 de octubre, Colón sostuvo que había sido él el primero en ver las luces de la tierra que pensaba asiática, quitándole el honor y la recompensa de 10.000 maravedíes al humilde marinero de la Pinta, Juan Rodríguez Bermejo, sevillano nacido en Triana.
Los que insisten en festejar el Día de la Raza el 12 de octubre se verían en problemas si se confirmaran las recientes investigaciones que afirman que el grito del llamado Rodrigo de Triana se produjo el 13. Pero, puesto que tal número se identificaba con la mala suerte y que el 12 de octubre era la fiesta de Nuestra Señora del Pilar, patrona de los Reyes Católicos, y caía ese año en viernes, día de la pasión de Jesús, el almirante habría cambiado la fecha a su antojo para quedar bien con sus benefactores.
El 12 o el 13 de octubre, Colón y sus hombres estaban frente al islote de Guanahaní (actuales Bahamas), al que Colón llamó San Salvador. Don Cristóbal confiaba en haber llegado al Asia, aunque se asombraba de no toparse con los clásicos mercaderes chineos, sino con gente “muy bella y pacífica” que tomaba las espadas por el filo por desconocer las armas de guerra.
Ni Colón ni los reyes tenían la menor noción de haber “descubierto” un nuevo continente. Seguían pensando que habían llegado al Asia, pero de todas maneras se sintieron con derecho a apropiarse de estas tierras y sus habitantes, sobre los que dice el almirante: “Son la mejor gente del mundo y sobre todo la más amable, no conocen el mal –nunca matan ni roban-, aman a sus vecinos como a ellos mismos y tienen la manera más dulce de hablar del mundo, siempre riendo. Serían buenos sirvientes, con cincuenta hombres podríamos dominarlos y obligarlos a hacer lo que quisiéramos”(…)
Aún hoy, algunos textos nos siguen presentando argumentos muy curiosos para justificar la conquista de América. Hablan de la “necesidad” de expansión de las potencias europeas, de la búsqueda de nuevas tierras, de la voluntad de expandir su fe. ¿Estas “necesidades” justifican acaso el genocidio y la imposición de diferentes modos de producción y diferente cultura? Es una notable curiosidad que civilizaciones que han basado su poder y riqueza en la imposición de la propiedad privada no la respetaran cuando se trataba de “salvajes”.
El propio Ginés de Sepúlveda, gran teórico de la conquista, lo admite en un diálogo de su Demócratas alter: “Si un príncipe, no por avaricia, ni por sed de imperio, sino por la estrechez de los límites de sus estados o por la pobreza de ellos, mueve la guerra a sus vecinos para apoderarse de sus campos, como de una presa casi necesaria, ¿sería guerra justa?”. Se responde a sí mismo: “No, eso no sería guerra justo sino latrocinio”.
Autor: Adaptación para El Historiador del libro de Felipe Pigna
Los Mitos de la Historia Argentina, Buenos Aires, Norma. 2004
Fuente: www.elhistoriador.com.ar